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Mil y una oscuras noches de justicia

Actualizado: 7 oct 2020



Ignoro si exista. De ser así, mientras no tenga la oportunidad de leerla me hace falta. Hablo de una especie de “visión de los vencidos” sobre Las mil y una noches. El revés de la trama, diría David Viñas, en la narración de Saharazad. Las historias de los subalternos que figuran debajo o al margen de los predecibles relatos acerca de sultanes, príncipes, nobles y aventureros bendecidos por Mahoma: bellos y valientes; distinguidos y cultos que saben el Corán de memoria. Esos lejanos —en tiempo y espacio— parientes de Rambo, MacGyber y otros bodrios yanquis, aunque demasiado próximos unos de otros por inverosímiles y aburridos.

Contar las historias de las esclavas y esclavos de Las mil y una noches sería sin duda un antídoto contra el tedio de lo repetitivo y previsible en los relatos, que entretienen al acartonado y poco imaginativo sultán Sahriyar —tipo de espectador ideal para una serie de Scooby-Doo pero poco exigente como hipotético lector—, en la voz de Saharazad, “la libertadora de todas la mujeres” (epíteto obviamente impuesto por un varón: el propio sultán).

Enterarnos de las razones de las esposas infieles —entregadas al matrimonio a los doce años; mujeres justas precisamente por “pecadoras”— y sus amantes, atender sus voces siempre estranguladas o degolladas por la mano cobarde de un varón que se ampara en la ley criminal del hombre. Es decir, el ejercicio político de una lectura capaz de imaginar dignamente las vidas de las asesinadas como resistencia cultural contra la Historia de los ilustres asesinos.

Nada que ver con la humorada de Poe en “El cuento mil y dos de Sherezade”, donde a la princesa cuentista, después de sobrevivir al mandato de morir estrangulada a manos de su padre el gran visir como impuesto a la belleza, se le ocurre narrar para su somnoliento marido un epílogo a los siete viajes de Simbad el marino. Este relato de non fiction trata sobre las maravillas naturales que se pueden ver alrededor del mundo gracias al desarrollo de los viajes transatlánticos y el ferrocarril, así como a la imprenta y los avances de la ciencia. El advenimiento de un mundo tecnócrata y una sociedad de consumo con sus autómatas que juegan ajedrez, máquinas calculadoras, y lo que más molesta al sultán: el polisón o almohadilla para los traseros decimonónicos, ese insigne antepasado de la cirugía plástica. El ignorante monarca no soporta lo que juzga absurdo de la realista —por previsora— fabulación que narra su esposa y, finalmente, ordena su ejecución.

Se trataría, más bien, de conocer las historias de esos pocos que en mil y una noches no cuentan sus vidas, pero están ahí, en la oscuridad de un párrafo extraviado; esas historias que a juicio de los generosos gobernantes no merecieron ser escritas en letras de oro para su posteridad, es decir, la infamia de unos pocos como legado para los más.

Darse cuenta de la versión, por ejemplo, del amante que no por ser “uno de los últimos oficiales de su casa” dejó de disfrutar los encantos de la esposa del rey de Tartaria, infidelidad que costó al amante y la princesa morir degollados en la propia cama del esposo burlado.

También resaltar la relación lésbica entre Budur, princesa china, y Hayat al-Nufus, princesa de la isla de Ébano, quienes “después de mil pruebas de verdadera amistad, se acostaron”. Para más tarde, gustosas compartir marido en la figura del príncipe Qamar al‑Zamán, a quien cada una dio un hijo. Con el paso de los años y el crecimiento de los príncipes, en ambas reinas —siempre tan compartidas— nace un irrefrenable deseo sexual por el hijo ajeno. Aprovechan la ausencia del esposo que sale de cacería, solapándose una a la otra, Budur intenta seducir al hijo de Hayat al-Nufus, mientras el hijo de Budur es acosado por Hayat al-Nufus. Sin embargo, son rechazadas por la mojigatería de los jóvenes herederos y como castigo Qamar al-Zamán las encierra juntas en un apartamento lejano. Sabemos el destino de los varones en esta historia pero, ¿quién nos dirá los consuelos y caricias que se habrán prodigado en su confinamiento las dos mujeres?

Justo sería saber las impresiones de la bellísima esclava al enterarse que, junto a un lote de piedras preciosas, ungüentos y demás extravagancias, abandonaría su tierra al ser regalada como un presente “de poca consideración”, de parte del rey de Serendib (Ceilán) para el gran califa, Emir de los Creyentes, Harún al-Rasid.

Nada como poder leer un poco más de la sabiduría del sastre que advierte a un aventurero y preparadísimo príncipe en el destierro, experto en derecho, “que era gramático-poeta y sobre todo que sabía escribir muy bien”; con las siguientes palabras:

no ganarás ni un pedazo de pan en este país; nada hay aquí más inútil que esta clase de conocimientos.”

Así lo convida a abrazar el oficio de leñador para poder vivir sin ser una carga para nadie (si los consejeros vocacionales fueran tan contundentes como nuestro sastre se desahogaría el cruce entre desempleo y aspirantes a la profesión de las letras).

Desde luego no podría faltar la historia de Masud, el esclavo negro favorito de la esposa del gran sultán (y cornudo) Sahriyar: el amante que baja de un árbol para complacer los deseos carnales de la sultana de la India. Si somos justos, Masud es el detonante accidental de Las mil y una noches, es él quien desata la ira y crueldad de Sahriyar, por lo tanto, también le debemos el coraje y la inventiva con que Saharazad pone fin a la ola de feminicidios perpetrados por el terrorismo de Estado del sultán engañado.

Por el narrador que antecede a las noches literarias de Saharazad, conocemos el violento final de la esposa de Sahriyar y las mujeres de su corte; una estrangulada por el visir, las otras decapitadas por la espada del propio sultán. No se dice nada sobre el destino de Masud, ¿escapó, fue castigado o recibió el indulto? Por cierto, ¿quién narra esta primera historia? ¿Podría ser Masud?

Quizá detrás del oscuro tiempo de los asesinos, en el que transcurren los cuentos de este libro de libros —tan semejante a una actualidad de 7 a 10 feminicidios diarios—; esté el esclavo negro, el amante favorito de la sultana de la India; Masud, involuntario e invisibilizado autor de Las mil y una noches, al que la historia también le debería un poco de justicia, aunque sea en la imaginación de los vencidos, quienes saben que los que matan la mayoría de veces van perfumados y bien vestidos o portan uniforme: una sensibilidad social que no tienen las clases nobles, sultanes de ayer y hoy, aunque devengan escritores y lectores, y desembarquen de sus universidades privadas al periodismo y al campo cultural.

 

Texto: Jorge Ortiz | alfonsobaco@hotmail.com

Foto: Omar Jiménez

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