top of page
Buscar
  • Foto del escritorinfo@dasein.website

El otro Maracanazo

Actualizado: 7 oct 2020


De izquierda a derecha. De pie: Antonio Piñero, Carlos Becerra Derly Pereda, Felipe Sena, Mario Ancel, Amado Torres, Víctor Rossi —quien sería Ministro de Transporte y Obras Públicas del Frente Amplio—, Julio Ferrari. Agachados: Juan Bazzadona, Jorge Hipolito, Carlos Telechea, Esteban Castro, Adolfo Ibarra, Jorge Vidart.

 

El fútbol uruguayo es visto románticamente como un prodigio de la tenacidad, el amor propio y el entusiasmo por la pelota, que nace de las clases populares en los barrios y potreros. Una liga que se desarrolla con poco presupuesto e infraestructura limitada, en la que, pese a los más de cien años de competencia, el centralismo descollante de Montevideo ha permitido a sólo dos equipos del interior ganar un torneo nacional —Rocha, el primero recién en el 2005; un logro tan inesperado como el festejo que incluyó una vaca en el terreno de juego—; clubes apenas semiprofesionales disputando campeonatos a los legendarios Nacional y Peñarol.

Con tan sólo unos tres millones y medio de habitantes y su capital Montevideo como única ciudad por encima del millón, al Uruguay se le considera un país pequeño y despoblado. Esta relativa verdad no le ha impedido destacar en la historia mundial del deporte como una potencia futbolística, con cracks habitualmente figurando en los mejores equipos del mundo y un palmarés envidiable para cualquier nación superpoblada: dos Copas del Mundo, dos campeonatos olímpicos, 15 Copas América, sin hablar de los logros internacionales a nivel de clubes. Entre todas estas conquistas, el hito más recordado sigue siendo el sufrido triunfo sobre la escuadra local en la final de Brasil ‘50.

Sin embargo, la pobre actuación de un empate y dos derrotas en el mundial del ‘74, y no clasificar para los certámenes del ‘78 y ‘82, ilustra la pérdida de protagonismo durante ese periodo; para esos años el fútbol no sería una prioridad entre las preocupaciones del paisito oriental. Tiempo de terror y silencio impuesto por una sanguinaria dictadura cívico-militar, años que demandaron a la garra del pueblo uruguayo pelear más allá del ámbito futbolístico en una resistencia cultural, desde todos los intersticios de la cotidianidad hasta la sobrevivencia a la tortura, que no sin heroísmo ganó importantes partidos, victorias arrancadas a la muerte y al olvido.

Si bien se fecha el inicio de la dictadura uruguaya el 27 de junio de 1973, con el autogolpe de Estado que hace el presidente constitucional devenido primer dictador uruguayo —quien ya para abril de 1972 había conseguido que se aprobara la declaración del “estado de guerra interno”—, Juan María Bordaberry, al decretar la disolución del Parlamento y la proscripción de los partidos políticos; desde hacía por lo menos una década atrás el ejercicio del poder ya se venía haciendo cada vez más inconstitucional. Las huelgas, ocupaciones y marchas a Montevideo por mejoras en las condiciones salariales y exigencia de reforma agraria que realizaron los “peludos” —cañeros nucleados en la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas, organizados por Raúl Sendic—; los obreros politizados de la Convención Nacional de Trabajadores (CNT), y el auge de la militancia en los partidos de izquierda de orientaciones marxistas, amenazaban los intereses de la oligarquía.

En este escenario de conflictividad social irrumpe el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), cuya fundación oficial data del año 1965 y su objetivo era la transformación de la sociedad mediante la toma del poder político a través de la lucha armada. La inventiva de la guerrilla tupamara despertó simpatías entre la población civil con acciones como los asaltos a camiones de alimentos, donde la comida incautada se repartía en los barrios marginados; los robos a bancos y casinos informando que las nóminas de los trabajadores no se tocaban, o los secuestros a autos particulares, utilizados para los asaltos, que eran devueltos a sus propietarios pagándoles en efectivo la gasolina gastada. La audacia y capacidad organizativa de los tupamaros incluye fugas espectaculares: una del penal varonil de Punta Carretas, conocida como “El Abuso” por la cantidad de presos fugados, y dos de la cárcel femenil de Cabildo, la segunda de ellas llamada “Operación estrella”, sigue siendo la mayor fuga planificada de una cárcel de mujeres en el mundo (la escritora argentina Josefina Licitra escribió una excelente crónica al respecto).

La fuerza que iba cobrando el MLN-T, las movilizaciones de los trabajadores y el pavor a la “amenaza comunista” desencadenaría el terrorismo de Estado como reacción de las Fuerzas Armadas azuzadas desde Washington por la Doctrina de Seguridad Nacional, así como por la clase política y los empresarios locales, facciones apersonadas en la vocación autoritaria del boxeador aficionado, Jorge Pacheco Areco, entonces presidente de la república, quien ordenó reprimir a la guerrilla con el empleo de métodos que incluían todo tipo de torturas, práctica que con el gobierno militar se ampliaría de forma masiva y sistemática contra cualquier sector de la población civil.

El 9 de agosto de 1970, el MLN-T llevó a cabo el ajusticiamiento de Dan Mitrione, agente de la CIA y experto profesor de tortura; al día siguiente es descubierto su cuerpo en la cajuela de un auto robado. Pacheco Areco dictó el estado de sitio que desde 1969 había aplicado de forma intermitente con las “medidas prontas de seguridad”, suspendiendo las garantías constitucionales, lo que disparó una escalada en las detenciones. Esta espiral represiva fue apurando el fin de la democracia procedimental y tendría como colofón la militarización absoluta de la vida institucional; así convirtieron todo un país en un enorme calabozo con más de 6,000 presos políticos. Sólo en el Penal de Libertad, que confinaba exclusivamente presos políticos, según datos militares, pasaron alrededor de 3,000 torturados, señala el escritor y periodista Mauricio Rosencof.[1]

Como ocurrió al otro lado del Río de la Plata y en el marco de la coordinación represiva en Sudamérica conducida por Estados Unidos —Plan Cóndor—, el pueblo uruguayo sufrió desaparición forzada y robo de bebés pero, a diferencia del terrorismo de Estado en Argentina, la práctica represiva preponderante, además de la tortura, fue el encarcelamiento masivo y prolongado.

¡Pero se están regalando ustedes! Nosotros allá los liquidamos, y ustedes los tienen vivos... ¡Es un disparate! ¡Qué atraso!”

Este fue el comentario que escuchó Rosencof desde su calabozo por parte de la comitiva de oficiales argentinos en una visita a sus pares uruguayos cuando les exhibieron a los rehenes de la dictadura como trofeo de guerra. Pero a este “atraso”, en otro momento, uno de los directores del Penal de Libertad respondería con igual grado de barbarie y cinismo:

No nos atrevimos a liquidarlos a todos cuando tuvimos la oportunidad y en el futuro tendremos que soltarlos. Debemos aprovechar el tiempo que nos queda para volverlos locos.”

El modelo de país que la dictadura ideaba para Uruguay aspiraba a ser, además de una gigantesca cárcel, un escabroso psiquiátrico. Así lo demuestra el hecho de que la enfermería del Penal de Libertad fuera un proveedor de psicofármacos recetados a granel. La psique de los presos políticos fue uno más de los campos de batalla que los militares pretendieron arrasar. Un tormento propagado extramuros contra los familiares y que, a través de ellos, buscaba también inocular el terror a la población civil entera.

A pesar de que se destrozó la autonomía universitaria y se ilegalizó la CNT, desde las primeras horas del golpe de Estado se sostuvo una intensa lucha civil de largo aliento que germinaría en el plebiscito de 1980 con el rechazo a la propuesta de constitución redactada por los militares; asimismo, el miedo perdía terreno en las calles frente a las expresiones populares: masivas “caceroleadas” en Montevideo; en los pueblos empezaron a correr a las orquestas militares que acostumbraban amenizar las fiestas civiles, pueblos enteros con las calles vacías durante los desfiles militares donde “ni los perros se vieron”, y puertas cerradas que les devolvían a los soldados el sentido de su propio ridículo.

Era el hartazgo y repudio civil a más de 10 años de esa plaga de langostas verde militar y su fraudulenta “justicia” (por cierto y en contraste, con cerca de 13 años de un México militarizado, el 16 de septiembre de 2019 al desfile de las Fuerzas Armadas y las diferentes corporaciones militarizadas en Guadalajara asistieron ¡35 mil personas!, cifra oficial, con saldo blanco “sin novedad ni incidentes”; ¿en serio?, ¿ni una mentada?, ¿ni un “¡asesinos!”?, ¿alguna pancarta manchada de rojo?, ni modo: complicidad de la que algún día, si queda país, tendremos que dar explicación a las generaciones que nos sobrevivan; eso sí, una vergüenza que ya un año después, este septiembre, los feminismos y la lucha popular de las mujeres dignamente están resarciendo).

Era también el principio del final para el gobierno castrense, que terminó definitivamente hasta el 1 de marzo de 1985 cuando asume como presidente electo Julio María Sanguinetti, y con una ley de amnistía que, aunque no fue general e irrestricta como demandaba la lucha popular, consiguió una liberación masiva de presos políticos. Una victoria de la sociedad civil, las organizaciones políticas en la clandestinidad forzada y las agrupaciones defensoras de los derechos humanos, así como de los mismos presos y sus familias; logro que tuvo su revés en las leyes de impunidad para los represores, promovidas por el gobierno de Sanguinetti y aún vigentes.

Pero si el Poder ofende ocultando la historia con sus leyes que otorgan a los asesinos la libertad, para el pueblo hay otro grado de justicia, verdadero e imprescriptible, en los actos personales y colectivos de reparación, como lo es el testimonio de los sobrevivientes que crece e ilumina en la lucha social como memoria litigante. El psicólogo francés, Jerome Bruner, expone que, frente a los odiosos y estólidos jueces tan inherentes a la impunidad, para la gente abajo del estrado y para la calle, el alegato narrativo —testimonios, relatos, anécdotas— sigue siendo “el portal de la arcana comarca del derecho, el sentido común de la justicia”; ya que la narrativa restituye la ley del pueblo, sostiene Bruner.[2]

Porque el castigo a los torturadores puede tardar o no producirse, mas el legado de la lucha por la memoria, la verdad y la justicia no es la derrota ante la impunidad, sino, como dice Rancière,[3] la tradición de la emancipación: una memoria que no se estanca en el pasado porque constituye otro tiempo, el tiempo de los no-vencidos, lo llama el filósofo francés. En esa tradición y en ese tiempo se inscriben los testimonios recogidos en Presentes (2019), un proyecto de los directores Abel Guillén y Javier Alcázar Cerezuela sobre el terrorismo de Estado en Uruguay de 1968 a 1985. Documental imprescindible por mover el foco habitual de las historias heroicas de los dirigentes y militantes uruguayos destacados contra la dictadura, hacia las narraciones de gente común —profesoras, obreros, médicos, trabajadores rurales, ferroviarios— en los pueblos del interior, pero también porque es un trabajo de investigación cuyo material se integra mayormente por testimonios de mujeres.

Sin embargo, este texto se debe a una historia en particular narrada al final de Presentes, y es sólo una anécdota futbolera, ¿sólo? Por la cortesía de Abel Guillén, quien compartió material que quedó fuera del documental, la anécdota está ampliada respecto a lo que se narra en pantalla:

“‘Ustedes no están presos... están en depósito...’, nos decía el alcalde Guerrero, argumentando que, en el Penal de Libertad, no había lugar para nosotros (apenas éramos 14 comunistas canarios).”

Cuenta Jorge “Bocha” Vidart (1950-2018), fotógrafo (Patria y Nicaragua, Nicaragüita, con textos de Eduardo Galeano, figuran entre su obra artística) recluido durante el año de 1978 en la Cárcel de Canelones.

En dictadura, uno de los dispositivos básicos de la represión carcelaria al que eran sometidos los presos políticos era la segregación o el aislamiento total del resto de la población penitenciaria. A Vidart y sus compañeros se les prohibía convivir con los presos “comunes”, tenían que tomar sus 45 minutos de recreo en la azotea de la cárcel, este aislamiento duró aproximadamente un año. Hasta que solicitaron por escrito participar en el campeonato de fútbol que se realizaba en el predio penitenciario. La Azotea, no podía ser otro el nombre que escogieron para su equipo; los resultados se fueron dando, ganando partido tras partido hasta llegar a la final de la liga carcelaria contra el mejor cuadro de presos comunes: el Maroñas.

Ese domingo de la final toda la cárcel, incluidas las autoridades, estaban pendientes del resultado. Los comunistas vs. Los muchachos de casa.”

Jorge Vidart nació el mismo año en que la Celeste ganó su segundo y mítico mundial de fútbol. Tenía unos meses de edad cuando Obdulio “el Negro Jefe” Varela dijo que los de afuera son de palo para después levantar la Copa del Mundo.


En el Maroñas, algunos jugadores eran exfutbolistas profesionales que llegaron a jugar para equipos de primera división, con los cuales los presos políticos tenían una buena relación. En una final intensa en el terreno de juego, y tensa en el ambiente que seguía siendo el de un encierro carcelario, La Azotea le puso garra y en el último minuto quebró el empate.


Las autoridades (entre los que estaban nuestros torturadores) se retiraron a las puteadas decepcionados con el Maroñas. La hinchada mayoritariamente no pudo festejar nuestro triunfo por temor a ser acusados de comunistas... en fin...”

Ganaron 2-1, “como en el Maracaná”, dice Vidart, sonriéndole a la cámara, y también a la vida.




 

Notas:

[1] Fernández Huidobro, E. & Rosencof, M. (2016) Memorias del calabozo. Ediciones de la Banda Oriental. [2] Bruner, J. (2003). La fábrica de historias. Derecho, literatura, vida (L. Martínez López, trad., de la versión italiana de M. Capitella). Fondo de Cultura Económica. [3] Rancière, J. (2019). El tiempo de los no-vencidos. (Tiempo, ficción, política) (A. Caicedo, Trad.) Revista de Estudios Sociales, 70, 79-86. http://doi.org/10.7440/res70.2019.07



 

Texto: Jorge Ortiz | alfonsobaco@hotmail.com

Foto: Foto del archivo personal de Jorge Vidart, cortesía de Abel Guillén.

178 visualizaciones0 comentarios

Commentaires


bottom of page